Me amargaba la vida, las tareas,
el trabajo, las correcciones del profesor, el café, la música, el trancón
(inexistente), la gente, la incapacidad de cambiar todo en un chasquido de
dedos.
Me amargaba más que todo no tener
las respuestas.
Me amargaba tener que enfrentarme
a mí misma, o mejor dicho, a reconocer mis defectos. Aceptar que no soy la
persona que creí ser y que en el fondo, mi comportamiento es tan miserable como
el de cualquiera. Egocentrismo y narcicismo a fin de cuentas. Todo se resume a
que me creo mejor de lo que soy, fantasía que inventé para contrarrestar mi
frustración al no haber cumplido mis sueños a mi edad.
Entonces me quedé con mi amargura
mirando a lo lejos. Tomando un latte con toda la ira del mundo. Ahí, en
silencio, evitando ser dramática y extremista, como he sido en muchas otras
ocasiones. Me quedé en silencio, a la expectativa, sin saber si mi próximo acto
sería calculado o espontáneo, o si el hecho de calcular mis actos me salga espontáneamente.
Me dio miedo… asombroso, esa también era yo.
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