Estas en la completa oscuridad de tu habitación mientras deliras con exámenes sin presentar o sin estudiar, llegar tarde al aeropuerto y que te deje el avión, irse de viaje a Marte y olvidar la maleta, niños que lloran pidiendo auxilio y aunque los busques con desespero nunca los encontrarás…
También sientes como mil agujas te desgarran la garganta, y tu saliva se convierte automáticamente en cuchillas afiladas. Cada vez que tragas es la muerte, y comienzas a sentir mucho frío aunque tengas el ventilador apagado y estés sudando. Miras por la ventana hacia aquella señal de luz que te indica que aún es de día, y piensas: “Con que así se siente enfermar... mmm”.
Fiebre. No tienes idea de cuántos grados tienes, pero sientes como hierve tu sangre y explota tu cabeza en pequeñas dosis. Sabes que te has convertido en un adulto cuando te enfermas y tus padres ya no te consienten. Se acabaron los pañitos húmedos en la frente, y las gelatinas de naranja y fresa. Te toca pararte a buscar tus propios remedios, que vienen sin amor y sin el besito en la frente que te prometen en la televisión. Tus padres te ven de lejos como el foco epidémico en el que te has convertido, y tú en lo único que piensas es que estás lo suficientemente enfermo como para dejar la computadora, la televisión y el celular a un lado, lo cual es sorprendente. Estas “grave”.
Lo bueno de tener fiebre es la sensación inigualable que experimentas al sentir el agua de la regadera deslizándose solo por tu espalda. Ningún otro baño se asemeja a ese. Es la calma pura, es la vida soportable.
[Acepto chocolates y gelatinas con notitas de “mejorate pronto”… jeje]
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