Me quedo con la mirada absorta,
Y escucho una voz lejana…
Sé que se dirige a mí, pero prefiero ignorarla…
Recuerdo que cuando estaba en sexto grado me insultaron en dos ocasiones, no un compañero(a), ojalá hubiese sido un compañero(a). Una mañana en la entrada del colegio, la madre de una de mis compañeras (la más sobresaliente del salón) se acercó a mí después de que le dijeran que su hija iba mal. Sé que me insultó porque habló por mucho tiempo, abría mucho los ojos y movía mucho las manos… hasta me zarandeaba… pero yo no recuerdo sus palabras, salvo una cosa: fue la primera vez que escuché la expresión “mosquita muerta”, y recuerdo que mientras ella me insultaba yo la miraba a los ojos e intentaba descifrar como carajos una mosquita (imaginando literalmente a un mosquito hembra ¬¬) que ya estaba muerta podía ser tan dañina como ella lo afirmaba. Lo que más me da rabia es recordar que mientras esa señora me agredía verbalmente yo sonreía gentilmente (en parte porque mi mente ni siquiera estaba ahí, en parte porque pensaba que como la señora saludaba a mi mamá, entonces me estaba diciendo cosas buenas), y luego me despedí con una alegría enorme, como si no hubiese pasado nada. No podía ser yo más tarada.
La segunda vez que me insultaron, fue un profesor. Recuerdo su expresión de enfado, recuerdo que estaba rojo y que yo solo lo observaba. Él me gritaba algo que yo no recuerdo, pero me hizo llorar cuando escuché: “no sé qué hacer contigo, TÚ eres un problema, TÚ eres un maldito problema” (y pues sí, era conflictiva, pero no era para tanto!). Recuerdo que ese profesor decidió mantenerme alejada, y yo nunca entendí porqué (hasta ahora). Y es que me da ira darme cuenta que la mayoría de las veces que la gente me insulta, parece que me quedara divagando. Sonrío como tonta, como si la cosa no fuera conmigo, pero es conmigo! Y lo que más me da ira es darme cuenta mucho tiempo después y pensar en todas las cosas que pude haber dicho o hecho para defenderme. Creo que el problema está en la gente, por poner caras tan extrañas cuando se dirigen a mí. Si no me distrajera con las expresiones, podría ser grosera, vil y austera sin ningún inconveniente.
*suspiro*
A veces me quedo buscando el porqué tenía esa manera de ser. Si a los 15 años no me hubiese preocupado por la bóveda celeste y la finitud del universo, seguramente hubiese disfrutado más de mi adolescencia. Tanto pensamiento inconcluso para llegar a ser lo que soy ahora: una persona de lo más normal y corriente, que ni siquiera sabe quién o qué es exactamente (y todo indica que tampoco le interesa). Llegué a donde el resto de las personas de mi edad llegaron hace tiempo sin necesidad de pensar en ideas trilladas. El resto de mis amigas/compañeras se preocuparon menos sobre las cuestiones existenciales o científicas, conocían el mundo y disfrutaron más la vida! la vida de los 15 a los 20 años… que podría decirse que es la mejor época de la vida. Yo en cambio, las aventuras más espectaculares que tuve en grado 11 fueron dos: hablarle al muchacho que me gustaba desde niña, mientras hacía mi papel de tonta tartamuda y tropezaba con todas las piedras del camino; y decirle a la monja de mi colegio: “no creo en Dios!” (y para nada, porque ahora sí creo, y la monja ni siquiera se acuerda de mi).
Ahora que lo pienso bien, pasé gran parte de mi vida –que entre otras cosas, ya me parece tan larga que no me cabe en la memoria (y lo que me falta)– ideando vuelos y soñando despierta. Para nada. Porque al final cada vez que se me presenta la oportunidad de realizar mis vuelos, me asusto y me voy por el camino seguro. Soy una frustrada de muchas cosas, distante de mis aspiraciones de adolescente, una ambiciosa mediocre. Nunca seré neurocirujana o arquitecta (las dos carreras que más me fascinaban), y nunca viviré por más de dos años en Berlin.
La gente me felicita por estudiar ciencias, sin ni siquiera saber que siempre desee ser otra cosa. No está mal, nada mal mi vida, pero definitivamente no es lo que yo quería. Ahora, cada vez que vivo algo, así sea lo más trivial del mundo como ver por la ventana del bus, siempre pienso: “…y pensar que este suceso, estas cosas que veo, no las recordaré mañana…”. Mi vida, la vida, es solo un cúmulo de cosas absurdas, tan absurdas y sin sentido como la expresión “una mosquita muerta”.
[Mi madre en cierta ocasión, me confesó que tenía miedo de que yo fuera autista cuando niña, pero descartó el hecho cuando vio que sacaba buenas notas en el colegio… a veces pienso que en parte, sus sospechas eran ciertas]
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