Cada uno con un estilo marcado, único a su modo. Pretendo entenderlos, me imagino viviendo sus vidas en lugares descrito por ellos o inventados por mí. He llegado a imaginar que soy ellos, recreando posibles personajes y entornos, y situaciones cotidianas. Imagino que soy cada uno de ellos en sus vidas, caminando por la calle mientras observo, o recostado en una silla recordando algún trabajo pendiente, la simpleza de dormir o cepillándome los dientes. Imagino sus sentimientos cuando besan, fornican, se deprimen, siente cólico, o cuando ocultan algunas emociones, por decir algunas cosas. Llego a creer que soy ellos, y que a ellos les importa un rábano lo que yo pueda pensar. Me gusta así.
Escribo esto mientras mi mente está con mi abuela, la que me crió, la que me dice (decía) muñeca. Escribo esto porque no puedo dejar de imaginármela cuando joven, cuando se casó, cuando aprendió a leer, o cuando se dio cuenta de su irrefutable pérdida de memoria, si es que se ha dado cuenta. Hoy volvió a casa y me miró, me miró por largo rato, con esa misma mirada que yo coloco cuando no reconozco a alguien a quien debería reconocer. Uno aprende a vivir sacándole el gusto a las enfermedades, en especial a las hereditarias. Mi abuela siempre me pregunta si quién es ese muchacho (señalando a mi hermano) y yo le invento cualquier historia absurda, insiste en regresarse para su casa (una que ya no existe desde hace años) y yo le sigo el juego, o me cambia el nombre de tanto en tanto, porque para ella soy otras personas, y yo saco partido contándole otras vidas, todas falsas pero es como si fueran ciertas, porque ella las cree y se entretiene, hasta que me descubre y me llama “¡mentirosa!” mientras se ríe. Todo eso lo disfruto, espero que ella también.
- ¡¿Para dónde va la señora?!
- Para mi casa... ¡en Planeta Rica!
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